Cuando el ser humano saca a la luz lo peor de sí mismo y deja al descubierto su irracionalidad más despreciable; cuando trata a sus congéneres como mera mercancía de cambio que ha de ser repartida por cupos; cuando la mayoría mira hacia otro lado hasta que una imagen nos hace a todos cómplices de lo que sabíamos que estaba pasando… En ese preciso instante dejamos de creer en la raza humana. Nos avergonzamos de nuestras decisiones, o precisamente de la falta de ellas, y agachamos la cabeza por la vergüenza que sentimos al perder la esperanza.
Pero es precisamente, también en ese momento, cuando el ser humano es capaz de hacer un acto de constricción y, en mitad de la desesperación, reencontrarse con todo aquello que, frente a los animales, nos convierte en personas.
La crisis migratoria en el Mediterráneo se ha convertido en uno de los mayores desastres sociales que se podrán recordar en la historia de la humanidad. No en vano ya es el mayor éxodo registrado desde la última Guerra Mundial.
Muchas son las razones -y un buen número de ellas nos atañen a todos- las que han provocado los sucesos y las imágenes que nos impactan a diario desde hace meses pero, por encima de todas ellas, finalmente la esperanza parece haber comenzado a abrirse paso.
Fue necesario un potente fogonazo en nuestras retinas -con el peor de los desenlaces para el pequeño Aylan Kurdi y para los otros miles de niños, hombres y mujeres con los que se ha saldado ya el conflicto- para que nos diésemos cuenta de que, al margen de los gobiernos, los pueblos también tenemos mucho por hacer.
Afortunadamente, cada día son más las personas que deciden ayudar, recibir y acoger a otros muchos que lo han perdido todo, o lo han empeñado todo para escapar del horror que amenaza con destruir sus vidas. La esperanza y, por fin la cordura, empiezan a abrirse paso frente a políticas e ideas xenófobas, extremistas e insolidarias.
Estas imágenes muestran de una forma evidente lo importante que es sentirse persona y fuera de peligro, tener algo en lo que creer y recuperar la ilusión. Son las caras de los niños refugiados que finalmente han sido acogidos junto a sus familias. Las caras de la segunda oportunidad. Los rostros de un pueblo que, cansado de huir, encara el presente aferrándose a la esperanza de un futuro mejor.
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